noviembre 21, 2006

Los versos que di por perdidos

Cuando huyes, cuando te escapas.
Cuando te empeñas en hacerme rabiar
cuando huyes hacia la lujuria,
quisiera despedirme de ti para siempre
salir a desprenderme de mi locura,
y huyes y eres feliz lejos de mi corazón
de mis besos y parece ser que lo
único que buscas es mi cuerpo
porque tu felicidad está en otro
lado, no en mis ojos, no en mis manos,
sino en lo que es tu vida
vida que jamás me has dado
y no has querido comprender
el dolor que causa el quedarme aquí
el verte yendo por otros caminos
que no conducen a mi mundo y desconfío
porque así te conocí.
Y te alejas y te vas
y te ríes durante toda la noche
y te olvidas de que alguien enloquece por ti
te olvidas que alguien sueña
con verte llegar,
te olvidas, te olvidas de mi.
Y cuando huyes quisiera alcanzarte
y encadenarte para siempre
cortar tus venas, ahogar tu respiración
dispararte cincuenta veces en el pecho
en el corazón
pero aun así no morirías
porque en vez de corazón tienes una piedra
que no se cómo demonios late dentro
eso que tienes si no eres capaz de comprender
mi amor.
Toda la vida te la llevas pidiendo
comprensión y quién demonios comprende
que una mujer como yo se haya enamorado de un
tipo como tú, sin corazón, incapaz de comprender
mi amor.
Quién diablos me ayuda a comprender,
Quién me quita las ganas de correr
y quitarte la vida a golpes
quién me quita las ganas de desprenderme de mi cuerpo
y no volver nunca a él, de quedarme
flotando en algún lugar del espacio
y ver como te revuelcas de arrepentimiento
(si es que lo sientes).
Quién me devuelve la sensatez
de mis relaciones pasadas,
quién me devuelve mi capacidad
de enamorarme y desenamorarme al
instante.
Quién me devuelve mi corazón solitario
y tantas lágrimas derramadas.
Quién te devuelve a mi lado,
ese que me enamoró
ese que imploraba un te amo de mi boca
cuando me dejó,
ese que luchaba por mi,
el que rogaba por salir conmigo,
quién me lo devuelve.
Quisiera todo, todo lo que pido
y quisiera dejar de reprochar
el dolor que causa el verte lejos,
de reprochar tu incomprensión,
de reprochar tu escapadas
y amarte en libertad.
quisiera que esta locura acabara
que estas palabras cesaran
de salir a flote
y descansar en tus brazos
y ser feliz.
Dejar este malestar fuera
y decirte cuanto te amo
que lo que siento lo siento de verdad
(LAMENTO NO PODER SENTIR DE OTRA FORMA, )
quisiera oír tu voz ahora
diciendo que me amas
y creerte,
diciendo que no importa que esta noche estemos separados
pues muchas noches nos esperan, quisiera acabar con mi tristeza
y mi miedo de perderte de nuevo
por mi locura pero recuerdo tus palabras.
Yo (creo) saber que me amas
y quizás, estés ahora pensando en mi,
piensa que te amo, que estos son celos que matan
pero no tanto como un poema que escuché
con una frase que me encanta y que mañana te diré
que después de llorar tanto de rabia
ya viene la pena y el arrepentimiento, espero que llames
o yo lo haré para decirte que todo ha pasado
y que nada ha cambiado
que celos, celos son
y tu lo sabes mejor que nadie.

noviembre 07, 2006

"Cuídate de mí maldito..."



Hace muchos, muchos años en un castillo no muy lejano, una princesa leía las suaves páginas de un libro de poemas. Los versos resonaban en su corazón, intuía que las historias que su nodriza le contaba no eran verdaderas. Esos versos cargaban las armas de la pasión,
la princesa reconocía sus propias palabras en los versos
de una mujer...
Hace varios años encontré un poema que reflejaba totalmente mis arrebatos de locura. De esos versos sólo podía recordar un par de líneas que repetía sin cesar cada vez que mi amante intentaba desviar los pasos unos cuantos metros más allá de la distancia prudente: “Cuídate de mí maldito, porque te amo”. Cuídate de mí, porque nunca he sido un ángel ni la princesita de los cuentos infantiles.

Así como tampoco él ha sido el príncipe azul.

Las mujeres que nos preceden, abuelas, mamás, tías solteronas, se encargan de contarnos, cuando niñas, el cuento de lo que deberíamos ser en el futuro, cuando dejemos de usar las trenzas y los vestiditos de princesa. Cuando las manchas de sangre nos delaten ante la jauría de hombres hambrientos. Una larga serie de cuentos se vuelven nuestros diez mandamientos, hasta convertirse muchas veces en los karmas que nos impiden ser lo queremos ser.
Uno de ellos, el príncipe azul. Crecimos con el cuento de las princesas de Disney, aquellas que tras una larga travesía de sufrimientos propugnados por madrastras horribles, por hermanastras envidiosas o amigas traicioneras tenían la ‘suerte’ (la de una en unos cuantos billones) de ser rescatadas. Envuelto en una nube de candoroso aire aparecería EL, el príncipe que nos salvaba de las pesadillas más terribles que nos podemos imaginar. El príncipe que haría de nuestras vidas un eterno vals, el príncipe que nos daría por hogar un palacio, que nos llevaría a recorrer los montes galopando en su corcel blanco. El príncipe que ni siquiera se atrevió a tocar los pechos de la doncella para no enturbiar lo que fue ese beso mágico, ese beso inocente en los labios carmesí de la princesa.
Así, pasamos largos años de nuestra vida soñando con que ‘todas íbamos a ser reinas’, pero tal como afirma el poema de Gabriela Mistral “ninguna ha sido reina ni en Arauco ni en Copán...”. Descubrimos entre penas infantiles y adolescentes que los cuentos habían sido inventados para que las niñas se mantuvieran dentro del orden casto, puras y angelicales, esperando (y probablemente, hasta la eternidad) al príncipe encantado galopando en su blanco corcel.
Más temprano que tarde nos dimos cuenta que nunca aparecería aquello que soñábamos y a lo que, en cierta medida, habíamos sido condenadas a esperar: el príncipe azul.
Esperar, esperar, esperar. Con los labios sellados, con los ojos cerrados, con la mente fría ante cualquier atisbo de cálida atmósfera.
Y cuando vimos que el ‘príncipe’ que se acercaba no tenía corcel, sino una bicicleta destartalada con los fierros medio retorcidos por lo vieja, cerramos los ojos, para volver a despertar, esperando que con el beso lengüeteado que nos dio, descubriéramos ahora sí al verdadero príncipe azul. Oye…qué pasó. Publicidad engañosa. No había corcel, no había príncipe encantado. Más bien, era como el sapo al que tuvimos que descubrir tras largos, largos besos.
Bueno, no era corcel, pero los paseos por los parques en bici han sido mucho más atrevidos que un galopeo pausado arriba del caballo.
Y tampoco me hice princesa. Es más, las princesas se quedaron para vestir santos. Realmente ¿quién podría esperar al príncipe azul? Finalmente, sin cuentos, sin reinos, sin castillos, sin corceles nos descubrimos: un hombre, una mujer.
(Y mírame. Y cuídate. Cuida que tus pasos estén a mi lado porque de la noche a la mañana puedo ser la mala de los cuentos y ya no verás nunca más a tu princesa.)
Porque “Como ves o como no ves estoy pendiente de ti. Estoy el colmo de ti.”

octubre 17, 2006

Lo que creo sobre el sostenerse y sentirse confiado en el mundo.



(Aunque creo que esta será una reflexión apresurada, creo en absolutamente en ella).

Creo que la mayoría de nuestros actos diarios tienen que ver con sentirnos más seguros en el mundo (sea cual sea el mundo, sea el tiempo y el lugar que sea). Creo que, finalmente, el tener muchos lugares donde movernos nos brinda un espacio para la paranoia, la locura, la angustia y la incertidumbre. Definitivamente, creo, que nadie desea eso.

Yo, por ejemplo, confié años de mi vida a una maquinita que ahora descansa en la alfombra, años de creación. Kilos de papel digital de mis creaciones poéticas e ‘intelectuales’ fueron confiados no a una persona, sino a una máquina. Ésta se ganó el poder de mi confianza, y nunca puse en duda que me podría fallar. Pero así fue, un gusano se comió cada pedazo de las palabras que había escrito. Hoy, quizás no valgan tanto como yo pensaba. Pero de todos modos, las extraño. ¿Qué faltó? Respaldarme, exactamente lo que Carrie Bradshaw no había hecho, no lo hice yo; y así, lo perdimos todo. Incertidumbre y angustia, nos confiamos del mundo que se mueve bajo el clic, pero ése no nos da el piso que queremos.

La Historia se ha convertido en uno de los sustentos de los hombres para afirmar la ‘realidad’ de lo que fuimos, y de lo que seremos. Las microhistorias, hoy de moda, también cumplen esta función: asegurar que la experiencia de las minorías, sí existieron.

La modernidad tecnológica también ha hecho una labor magistral para afirmar la existencia, para no permitirnos creer que estamos parados sobre la nada y que el lago que aparece en la fotografía realmente estuvo ahí, que la zambullida en las gélidas aguas de los Ojos del Caburga sí fue de verdad, y que ese amor sigue palpitando, porque la foto en el álbum lo confirma. Y sí que las fotos cumplen su trabajo: mi casa está plagada de imágenes, el archivo en papel, y ahora el digital, es incontable, son muchas, muchas fotografías. De este modo, mis padres y mis abuelos (a los que no conocí mas que por fotos) dan cuenta de que el tiempo que vivieron fue real, que hubo un mundo en el cual estaban firmemente apoyados.

Una muestra mucho más trivial de la búsqueda de sustento me pasó hace unos días en el metro de Santiago, un martes a eso de las seis. La muchedumbre se pelea por entrar a uno de los vagones; entre ellos, un hombre de pequeña estatura se cuela por entre los brazos quedando un poco alejado de cualquiera de los objetos que el tren dispone para afirmarnos. Para mi, no fue complicación el sentirme sin un lugar en el cual apoyarme, pues de todos modos, había una multitud de personas que me aferraban a ellos, así que igualmente me sentí sostenida en (y por) el metro. El timbre sonó, fue entonces cuando noté que el hombre pequeñito luchaba por alcanzar el fierro central para apoyarse, para no sentir el piso inestable del recorrido subterráneo. La lucha fue por sobre cabezas, por sobre brazos, por sobre bolsos y sobre pelos, hasta que por fin encontró su sustento: sólo dos dedos rozaban el manoseado fierro del vagón, pero su semblante cambió de inmediato.

Hay tantas muestras de la búsqueda de sustento en el mundo. Por ejemplo, millones de canciones populares dedicadas al hombre o a la mujer que da el lugar para no estar inseguros en el mundo, el amor entonces es lo que nos da el motivo más fuerte para luchar y para no creer que el mundo (sea lo que sea) está a la deriva...

Nunca, nunca vida mía pienses eso
Que mi amor por ti de pronto ha terminado
Se podrá acabar el mundo más lo nuestro
Seguirá su rumbo ya trazado...


Entonces, quienes aseguran que el mundo es relativo, acaso no aman, acaso no buscan un lugar firme en donde pararse. No sé, creo, que ese discurso guarda una mirada mucho más profunda que simplemente afirmar la posmodernidad del mundo. Es claro, siempre hemos querido proteger ‘nuestro mundo’ y hacerlo lo más real y firme posible.

De este modo, la ficción supera a la realidad.

Total, más allá, no sabemos.

octubre 14, 2006

Queremos ser ‘blanquitos’

La cafetería estaba fría. Extraño, porque estamos a mediados de octubre del hemisferio sur y una avalancha de nubes negritas se acercaba amenazante. Bajo la mesa, los paraguas descansaban ansiosos de recibir un poquito de agua ya que junio y julio se los había negado. Así, con el frío de la mañana, el perro del hortelano ladrando solo y el cafecito ‘Nescafé’ humeando; recordábamos un deseo, no se si chileno, de querer ser ‘blanquitos’.

Un dato. Acá, en Chile,los niños (siempre que no sean del barrio alto) ya no se llaman Pedro o Rosa. Ahora, sus nombres son elegidos, por ejemplo, según como se llame la/el protagonista de la teleserie de moda. Aparece entonces una camada de guagüitas que se llaman: María Salomé (si esta el María), Adán, Kiara, Grethel (en todas sus versiones Grettel, Gretell, etc).

También encontramos una serie de nombres extranjeros, gringos en su mayoría. En el
Registro Civil aparece una lista de deformaciones que sufren nombres como:
Bryan: Brayan, Braian, Brain, o en el peor de los casos, Brallan.
Michael: Micael, Maickel.
Stacy: Staicy, Esteici, Esteicy.
Jonhy: aunque mas aceptado, con Jonathan
Scarleth:Scarlett
Kevin.

En fin, en nombres y apellidos existe todo lo que podemos imaginar, pero cada uno de ellos apuntan a un mismo objetivo: ser más ‘blanquito’ y a que, por último, nuestra tarjeta de presentación tenga un poco de rubio, de gringo, de europeo o de clase alta.

Es que no queremos ser negros, ni mapuche, ni latinos, ni sudacas. Ni puntos, como gritaba hace unos días un famoso profesor, en una cátedra, recordando su paso por los Estados Unidos.

Sí, porque querámoslo o no, la mayoría de nosotros no somos blanquitos. Y para la mayoría es una pesada mochila que no se quiere cargar. Peluquerías, cremas que aclaran la piel, nombres, lo que sea para ser un poquito más blancos o un poquito menos negros.


Recordé entonces lo que se dice cuando se espera durante nueve meses a que nazca el nuevo ciudadano, meses de expectación, sin duda, sobre el cómo será la guagüita. Después de darle todas las bendiciones cristianas correspondientes, se remata con la última bendición, la más importante de todas, esa que le dará la clave al éxito dentro de su comunidad. Rebasantes de emoción, la tía o la abuela exclaman, casi agradeciéndole a Dios: ¡y es blanquito!

Qué nos queda para los morenos en esta sociedad en que el color de la piel dice mucho más que el quién eres. Ser el modelo humillado, el actor que debe interpretar una y otra vez al lanza, la niña que no pudo ser modelo, sino sólo la promotora. Juicios, prejuicios.

Si aprendiéramos todos a mirarnos en el espejo y reconocer los pigmentos oscuros como parte nuestra, creo, que actuaríamos, morenos y los no tanto, mucho mejor.

septiembre 01, 2006

Victoria's Secret End


Hay historias de la vida propia que nunca se terminan. Es como si el libro hubiese quedado a medio leer, arrumbado en la estantería, esperando a que en algún momento, el día más inesperado de Septiembre, la última línea sea leída. Y suspirar. U odiar. O sólo cerrar el libro.
Algunas veces juego a inventar los finales de aquella historia, presagiando las múltiples versiones que pueda tener el último párrafo siguiendo los modelos de otras novelas o películas que me inspiran los mas insólitos y melodramáticos “the end’s”.
Las últimas líneas, cuando las he leído sin pasar siquiera por el medio de la novela, me dan indicios sobre los finales más cercanos a la realidad de la novela o, por último, el que el autor quiere; pero los míos casi nunca coinciden con esos: o son más dramáticos o muy de folletín o la simpleza absoluta, nada especial, nada que permitiera decir: “oh que gran historia”. En fin, todo el tiempo me invento finales.
La mayor parte de las veces no hay nada de mí final en el final real. Al momento de leerlo ni siquiera recuerdo todos los otros finales que me invente. Pero después de unos minutos: yo esperaba algo distinto, algo más efusivo, o hasta más latino (con esa carga exótica que tiene lo latino).
Pero este final no pudo ser peor. Esa historia que transitaba paralela a mi vida, guardadita en la repisa más secreta de mis recuerdos de adolescente loca, enamorada y apasionada tenía que tener esos finales majestuosos. No el encuentro que muchos libidinosos podrían desear, porque hoy las circunstancias no lo autorizan, pero sí algo distinto.
¿Seis años guardada? Es mucho tiempo para este mísero y funesto final.
De mariposas, nada. De afectos, casi nada. De recuerdos, todo.
Me salté todas las páginas intermedias, leyéndome otras historias, imaginándome otros finales con el mismo protagonista. Pero el protagonista había cambiado, se había transformado en estos personajes casi sin patria, sin eso que yo recordaba. Una especie de chileno-venezolano radicado en los Estados Unidos, pero en ese 'lugar' que es Miami, donde nada es gringo, sino una carbonada latina, que nada me recordó. En un gordo de Mc Donald que había cambiado ese cuerpo de Adonis por una hamburguesa de un dólar. Si hasta esa voz había cambiado (si han visto las novelas de Mega, ya pueden imaginar como hablaba).
Y ese ‘obsequio’ que se trajo por si acaso, por si se encontraba con alguien inesperado.
En fin he cerrado el libro, pero el final fue decepcionante.
Me quedo con la espuma de baño Victoria’s Secret (se la iba a regalar a mi hermana).
Pero bueno, por último, que el final tenga olor a rosas.

agosto 16, 2006

Velorios y Funerales: ¿Qué hacemos con los viejos?

Mi novio se extraña de cuántas veces en el año mi familia (en realidad sólo mis padres) asisten a un velorio o a un funeral. Creo que este dato siempre ha sido perturbador para él, dato que para mí no tiene mayor trascendencia.
Parece que por acá todos son viejos y todos se están muriendo, porque muy pocas veces son jóvenes los que se mueren: la mamá de un amigo, el hermano de tu tío, la abuela del barrio…mi abuela, hace dos años, quien se dio el lujo (durante sus últimos años no tanto) de morirse a los 87 años.
Ese dato sí que me aterra. Que en mi genes perviva la longevidad me espanta más que cuántos se mueren al año, claro que por un poco de vanidad y también por temor a ni siquiera poder moverme por mí misma (vanidad eufemística). Hace unos años, 50 me parecía una edad perfecta, suficiente…hoy espero unos cuantos más.
Pero es así: son varios los velorios que se celebran en mi barrio familiar cada año, donde los de edad media despiden a sus padres, tíos, vecinos, conocidos e inclusive hermanos. Y son una especie de ritual: un ratito lo velamos, en la mañana lo despedimos.
Pero, la muerte de los viejos dura poco en la memoria de los jóvenes (siempre que no sea tu abuela, por ejemplo); por el contrario, la muerte de unos niños en un incendio hace unos diez años es más recordada que la del viejito del almacén, el año pasado.
Ahora que mi mamá vuelve de un velorio me pregunto: ¿Qué hacemos con los viejos? No con esos que se pasean en cuanta conferencia literaria o evento social hay, sino con esos que no fueron famosos, que no pudieron alcanzar los 80 como el Tito Noguera y que caminan desorientados por Matucana para recibir su insuficiente montepío.
Se nos olvidan los viejos (por temor, por vanidad) y dejamos que se mueran para verlos apenas cuando sólo las velas iluminan sus blanquecinos rostros.
Luego los olvidamos, para recordarlos únicamente cuando hacemos la lista de cuántos velorios o funerales se llevaron, este año, a nuestros viejos.

Ritos

Cada vez que regreso
a mi país
después de un viaje largo
lo primero que hago
es preguntar por los que se murieron:
todo hombre es un héroe
por el sencillo hecho de morir
y los héroes nuestros maestros.

Y en segundo lugar
por los heridos.

Sólo después
no antes de cumplir
este pequeño rito funerario
me considero con derecho a la vida:
cierro los ojos para ver mejor
y canto con rencor
una canción de comienzos de siglo.

(Nicanor Parra)

agosto 11, 2006

No me equivoqué de micro...

Vivo en Quinta Normal.
El camino a mi casa generalmente es muy largo: 'larga hora' de mirar caras, de mirar calles, de caminar a veces, y de soportar el calor/hedor de alguna de las micros que llegan (con suerte) cerca de mi casa.
El camino suele ser el mismo, incluso los vendedores y choferes se han hecho personas conocidas para mi. Sin embargo, hoy algo afectó mi cotidiano trayecto.
Mi comuna es de viejos, por lo que es comun toparse con casonas ya medio desarmadas, de gastados ladrillos y enormes patios. Casonas con chimenea que aun faltando a las leyes ambientales algunas noches se dan el placer de encenderse. Hoy tristemente, muchas de ellas serán víctimas de los 'grandes y modernos' proyectos viales.
Por otra parte, no es raro toparse con modernos condominios (algunos terminados, otros construyéndose) que asemejan a pequeñas ciudades amuralladas con calles con nombre y todo. Estas pequeñas casonas modernas son habitadas por los niños que crecieron en las viejas casonas y jugaron en sus enormes patios.
Pero más allá de las casonas y más allá de los condominios hay un pedacito de terreno cerca del Mapocho que se oculta de la ciudad.
Hoy el re-conocimiento de mi comuna me extrañó: las fogatas, la ropa colgada en 'la vereda' y los niños jugando en las posas que la insignificante lluvia de anoche dejó en el barro fue una imagen, tras la ventana de la micro, que pocas veces he visto. ¿Me equivoqué de micro? No, esta vez la distracción no había jugado en mi contra, sólo la distracción del tiempo pasado. Sólo había visto los techos desarmados del Campamento Núcleo Montenegro, del que las autoridades se ufanan de que 'es el único que queda en Quinta Normal'.
Pero aún es 'el único'. El único que se mantiene entre el barro y las latas, quedando cada vez más encerrado en un cordón de casonas en altura, pasando al olvido.
Y peor aún: el más incierto lesionado de la tibia modernidad santiaguina.
El trazado de la nueva obra vial no sólo pasa por la memoria de las casonas, sino también por sobre la ropa colgada, las fogatas, el barro y los niños.

agosto 10, 2006

Para los que se duermen...

VEO QUE SE ME ESTÁN QUEDANDO DORMIDOS.

ésa es la idea
yo parto de la base de que el discurso debe ser aburrido
mientras + soporífero mejor
de lo contrario nadie aplaudiría
y el orador será tildado de pícaro
(Nicanor Parra)

No pensé que alguien 'curioso/a' entrara al sitio. La verdad es que recién estoy entendiendo como se usa esto, asi que los comentarios sobre 'mala imaginación' quedan olvidados.
Estoy instruyéndome en 'el manejo de blogs' porque Jameson me dejó muy cansada.

agosto 03, 2006

Ok...y ahora qué?

Imagino que nadie ingresará...asi que por ahora nada.