febrero 27, 2007

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. (Borges)


Anoche me quedé hasta muy tarde conversando con una amiga a la que no veo hace poco más de un mes. La verdad, es que la aparición de esta persona en mi vida fue totalmente casual (bueno, como casi todos los encuentros) pero especial porque descubrí a una mujer muy grande, fuerte y sensible, con una expresividad desbordante que muchas veces desconcierta. Pero así es ella y me gusta como es.
Aunque aún no somos confidentes de alma, poco a poco vamos develando cosas de nuestras vidas que nos van poniendo cada vez más la una al lado de la otra. Y eso ha sido bueno porque luego de sentir que los caminos entre dos personas se van separando dado que las niñas son hoy dos mujeres diferentes, descubrir que siempre habrá más gente a tu alrededor es algo que deja el corazón en paz.
Y no duelen tanto las despedidas.
La conversación de anoche terminó con una confesión de mi parte, la que provino de una copucha de hace cuatro años, cuando aun no conocía (personalmente) a esta nueva amiga, sino que era una más dentro del patio de la Facultad. Luego, de enterarme de toda la copucha (y confieso que no había mas intención que resolver mis dudas) mi amiga me dijo, un tanto extrañada -qué añejo, la verdad es que en ese momento fue algo doloroso y traté de olvidarlo.
Sí, en realidad era extraño porque la historia no me tocaba directamente sino que la había conocido por medio de otra persona. Pero no lo había olvidado. En ese momento me di cuenta de que hay muchas cosas que no puedo olvidar, que simplemente están ahí como si hubiesen ocurrido hace muy poco tiempo, que guardo el recuerdo con todo lo que implica: no sólo el hecho, sino también lo que sentí.
Y se lo dije: -es que soy un poco como Funes, aunque guardando las proporciones- porque sus “… recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños”. Es decir, yo recuerdo mucho y con muchas propiedades los instantes, pero nunca tanto como el famoso personaje de Borges.
Recordar tan intensamente es una buena cualidad, porque siempre podremos regresar a las cosas que nos hicieron reir, que nos dieron alegría o a momentos, y valga la redudancia, inolvidables. Sin embargo, muchas veces es bien poco saludable, porque como recuerdo con sentidos y todo, si algún recuerdo es doloroso, me sigue doliendo como se repite una imagen en el espejo…hasta el infinito. Como un deja vu.
Mi amiga se espantó y me hizo una pregunta que parecía no tener relación con el asunto de la memoria –¿tú ordenas tu closet?- me dijo. Claro que sí, bastante seguido saco la ropa que no me gusta, lo que ya no uso. Bueno, para ella olvidar era tan necesario como sacar la ropa vieja y me propuso desprenderme de los malos recuerdos. Que era casi una obligación pro salud mental.
Pero yo le dije que yo no olvidaba, que los recuerdos estaban ahí casi materialmente si es que puede decirse eso y que nunca me cuestioné el hecho de que recuerde tantas cosas. Por ejemplo, hace un par de años reviví un momento de antes de los cinco años cuando mi país estaba en dictadura. Para mí, la dictadura nunca fue una realidad vivida, sino aprendida de mis padres hasta el momento en que reviví sensitivamente y a través de mi memoria que también crecí en dictadura. Recordé a unos militares apegados a los muros exteriores de mi casa con sus armas en las manos. Primero dudé de la veracidad, pero mi padre me confirmó la existencia del hecho y como lo viví yo a esa incierta edad. Ninguna sensación había cambiado diecinueve o veinte años después.
Recuerdo, siento, revivo mis recuerdos, me río con ellos, lloro con ellos, están forjados en mi sangre y en mi tinta y nutren mis palabras. Mi nuevo proyecto literario consiste en una reescritura de mis recuerdos, de cómo viví y sentí, y además crear, a partir de los míos, otros recuerdos.
O sea, todo en mi se basa en la memoria, me acuerdo de tantas cosas, sin poder determinar cuál es el patrón que me hace recordar una u otra experiencia, ya sea buena o mala o neutra. Yo recuerdo.
Según mi amiga no es para nada sano recordar tanto y, además, sentir los recuerdos. Porque para peor se recuerdan las experiencias dolorosas con más intensidad que las alegres. Es que a veces la alegría es menos intensa que el dolor. El dolor es una huella que cuesta borrar. La alegría, por el contrario, es más efímera.
Mi memoria es inferior a aquella que poseía Funes, pero claramente superior a la de mi amiga.
Sin embargo, a veces, yo también quisiera olvidar.

febrero 26, 2007

Dime cómo te llamas y te diré quién eres


Mi nombre es María Antonieta, pero la verdad es que poco y nada sé de la dueña de ese nombre: la famosa reina, que murió guillotinada.
Tampoco sé porque mis padres eligieron este nombre para mí, como dije por ahí esperaban al hombrecito (soy la menor de tres hermanas). De chica, creo que lo odiaba bastante debido a que cada vez que alguien decía mi nombre lo terminaba con la frase “...de la Nieves, como la Chilindrina”. Aunque me encanta el Chavo del 8, el personaje en cuestión no era precisamente una niñita agradable y no era de mi gusto que la gente sólo ligara mi nombre con ella.
La primera vez que me sentí más a gusto con mi nombre fue cuando un señor que vendía papas en la feria escuchó mi nombre cuando mi mamá me llamaba. “Que lindo nombre” me dijo: "usted tiene el nombre y el porte de una reina". A los 8 años uno solo era la reina del papá, pero que algún desconocido te dijera reina y no en sentido de piropo chileno (lo que sería algo así como yeina) es un halago bastante bonito. Además, me daba gusto que no me ligara al apestoso personaje mejicano.
Luego, volví a odiar mi nombre porque ya no me lo decían pues para todos era simplemente María, como la teleserie. Siempre he sentido que ese nombre tan significativo para la cultura occidental es demasiado seco y muy violento con tantas vocales abiertas y un hiato más encima, una “r” que a pesar de ser suave en conjunto con “i” suena fuerte. Definitivamente, ese nombre no me gusta, pero por largos años fui conocida únicamente así: María Vergara. Todavía en algunos lugares me llaman así y la verdad es que no me gusta, no me gusta que las personas lo escuchen y peor aun no me siento dueña de ese nombre. En esos años sólo una persona me llamó por mi nombre y me hacía sentir como si fuera la reina, era la profesora de francés que me decía Marie-Antoinette.
Luego, las personas se acostumbraron a llamarme por cómo me decían mis papás, Toña o Toñita. Hasta hoy son muchas las personas que me llaman así. Y es muy raro cuando ellos me dicen María Antonieta.
Más grande, para evitar que la gente me dijera María, opté por decir solo el Antonieta. Hoy también existe un gran grupo de personas que me dicen así y de hecho es raro cuando ellos me dicen Toña o Toñita.
Hoy no sé a cual nombre me ligo más. Tengo afectos con todos ellos, menos con María a secas obviamente, pero cada uno de mis nombres tiene sentimientos especiales, hasta el nombre privado que mi novio me dio.
Cuando firmo un mail (o una carta) nunca sé cuál nombre poner, incluso en algunos he puesto más de uno. Después de todo no se que tanto pueda decir el nombre sobre cómo es uno, aunque la elección que hagan los padres tenga un significado particular, el vivir de cada uno dice quién eres y ya no más tu nombre.
Por eso, he escrito esto más allá de cómo me llamen, más allá de si el nombre perteneció a una reina que perdió la cabeza…Bueno, y si es que algo dice de ti el nombre lo único que espero es no terminar como ella!
(just me)

En cuatro ruedas...una extraña relación


Hace dos años decidí tomar un curso de conducción y ver como me iba con eso de usar ruedas y no pies. Luego, de rendir dos veces el examen de conducción recibí la ansiada licencia, válida por seis años.
Tras unos meses de obtener el preciado documento mi papá decidió comprar un auto, por eso comencé a instruirme en modelos: me gustaron los Renault Megane II: un auto grande, medio raro en sus formas, bien “potón” como algunos piensan que es y elegante, pero también bien inalcanzable. Compró un auto más normal, un Hyundai elantra, bien topísimo, pero con la pintura un poco gastada.
Con recelo me subí, era tan grande comparado con el autito pequeño en el que aprendí a manejar, tan aerodinámico, tan rápido, y con una cola tan larga que me aterraba poner reversa. Tardé meses y dos topones en sentirme más en confianza con él hasta que de a poco comencé a tener una relación más próxima con los autos, incluso empecé a tomarle el gustito de manejar, de andar a buena velocidad en las autopistas y de salir en mis cuatro ruedas.
La relación con mi auto se ha vuelto un poco “masculina” en el sentido de los vínculos que los machos tienen con sus autos: se sienten los dueños del mundo cuando están sobre ruedas. Bueno yo no me siento la dueña del mundo, pero sí bastante cómoda aunque en una forma más sensible.
Esto, porque además de lo entretenido que se hace andar a gran velocidad y ser como Rayo Mcqueen, mi auto se convirtió en confidente de mis penas y cada vez que me he sentido triste y traicionada por alguna situación compleja, subo a mi auto y éste con su radio cebollera me acompaña en los minutos de pena, rabia y soledad; mi auto y su apacible velocidad logra relajarme y me ayuda a serenarme cuando la tristeza es mucha.
Una vez escuché que en las noches es común ver en un semáforo en rojo a conductores llorando. La noche y las calles de la ciudad se plagan de personas que sin tener alguien que les presté un hombro para llorar, se sientan al volante y conducen, como si en el gesto de avanzar trataran de conducir sus vidas.
Poner primera, segunda, tercera y acelerar, recorrer el camino de la vida y sortear los baches que en ella aparecen, tantos como las mismas calles de Santiago. Buscar la próxima avenida iluminada y detenerse, sentir que a pesar de las penas y los dolores podemos seguir conduciendo hacia delante, sentir que siempre tendremos caminos que recorrer y que nuestro norte (o sur) sigue ahí esperando por nuestras ruedas.
En fin, todo movimiento se reduce a la metáfora de la vida a cómo nos conducimos en ella y a como sorteamos los baches que ella nos pone.
A veces cuando el dolor es mucho, el ronroneo de mi auto es el único, lo único que me guía.

febrero 25, 2007

Las palabras que no podemos decir


Hay palabras que socialmente están marcadas, es decir, son algunas palabras de nuestro idioma que simplemente no podemos decir porque el tiempo y el uso han ido dejándolas en el baúl de palabras prohibidas.
Por ejemplo, la mayoría de ellas están ligadas a temas tabúes, para las cuales inventamos o usamos distintas palabras que nos permiten decirlas sin acercarnos directamente a ellas. Uno de los mayores tabúes son aquellas palabras ligadas al sexo o a los órganos sexuales.
Decir “duro” o “blando” inmediatamente nos causa una risita cómplice. Ni hablar de palabras como “erecto” la cual no existe casi en nuestro lenguaje cotidiano. Y así muchas palabras como “caliente”, “concha”, “pico”, “pisar”, “hoyo”, etc. (y no puedo seguir diciéndolas…)
Pero esas palabras prohibidas son parte de nuestro humor. El recurso de las palabras marcadas compone gran parte de las rutinas humorísticas o de nuestras bromas del diario vivir.
Una vez llevábamos con mi hermana unas bandejas con hamburguesas. Al salir al patio una de las que llevaba mi hermana estaba resbalando a lo que le dije “dile a la Martina que te lo ataje” (aclaro, la Martina es mi perra). Ante mi sugerencia, mi hermana comenzó a reír descontroladamente, sin entender el porqué de tanta risa le pregunté; según ella yo le había dicho “dile a la Martina que te lo encaje”.
Otra vez me ocurrió mientras compraba cigarrillo; el señor, al preguntarme por el tipo de cajetilla que compraría, inocentemente me dice “quiere dura o blanda”. Para no perder la picardía que nos caracteriza y sin poder contener la risa le dije “obvio que dura”. Claramente, me refería a la cajetilla.
Y esa última frase es el recurso que tenemos en defensa propia cuando decimos una de las palabras marcadas: “me refería a” “estoy hablando de”; siempre para que no seamos malinterpretados o para mantener la seriedad de la conversación. Claro que si nuestro interlocutor es mucho más rápido que nosotros, tendremos un momento de diversión bastante agradable.

Pero existen unas palabras privadamente marcadas. Palabras que uno simplemente no puede decir. Para mi es la palabra “prieta”. Y no la puedo decir porque inmediatamente recuerdo las dos experiencias que en mi vida tuve con dichos “alimentos”.
La primera vez que me encontré con las “p…” fue cuando era muy chica y me invitaron a almorzar a la casa de una amiga. El almuerzo era puré con prietas. Casi me morí cuando vi esas cosas en mi plato: tan negras, moradas…como el color de un machucón en las piernas por jugar, tan feas. Hasta ese momento todavía era una niña educadita y no rechazaría el almuerzo. Pero mi impacto fue mayor cuando enterré el cuchillo en esa cosa y salió el color a costra seca y se esparció por el plato, casi a punto de tocar el puré. En ese momento, toda mi educación se quedó fuera del comedor y, simplemente, no me las pude comer.
El segundo encuentro, fue hace un par de años mientras andaba en una feria. De repente sentí un olor desagradable que provenía de una olla humeante. Me acerqué a mirar qué eran y unas cosas extrañas, de un color café claro, se ofrecían a los transeúntes. Ya su aspecto y olor me produjeron una sensación de asco. Y sin exagerar, y razón por la cual no puedo decir la famosa palabra, sentí unas ganas horribles de vomitar con arcada y todo cuando la señora que vendía ofreció a toda boca sus productos “calentitas las prietas, calentitas las prietas”.

De dónde para dónde...?


Si eres de Santiago, seguramente este ha sido el tema de conversación más recurrente desde el 8 de febrero. Bueno, ya estamos a 25 pero siento que todavía queda discusión para rato. Claramente, me refiero a Transantiago.

El día que comenzó el plan de renovación de la locomoción colectiva venía llegando de la playa, pero como soy precavida me fui con tarjetita y todo a disfrutar del sol y de las aguas del mar. Al llegar, Santiago era un verdadero caos.
Siempre me sentí muy proactiva respecto del mentado sistema, asumí una postura en la que pondría todo de mi parte para que resultara, aun sintiendo que a pesar de mi buena disposición lo más claro era que quedaría la gran cagada capitalina.
Y como ya dije, así fue.
Santiago y los santiaguinos estaban enrabiados. Y todos buscaban por todas partes al culpable: Bachelet, el ex presidente Lagos y hasta el mismísimo Zamorano quien “prestó” su cara que por ser más cercana al pueblo (el principal usuario de la locomoción colectiva), era una imagen que nos acercaba a Transantiago.
A pesar de mi buena onda con el nuevo sistema, tenía un temor oculto, un temor clandestino según la explicación de Natalia. Vivo en Quinta Normal y si los micros amarillos nunca pasaban, ¿pasarían ahora que serían grises?
Con esa pregunta el panorama sí que se hacía gris. Muy gris.
Sábado y domingo me pegué a los noticiarios para ver las opiniones de la gente: lo único que veía era malestar, enojo, rabia, puros sentimientos negativos. Que el mapa no se entiende, que no hay tarjetas, que la micro no pasa, que esto, que lo otro.
Ya me sentía totalmente indignada con la gente (obvio, siempre espero que todos sean un poco como yo). Convencí a mi novio de que Transantiago sí era una buena opción, que era necesario un cambio para la ciudad, dándole con gruesos argumentos de su propia experiencia. Uno menos!
Pero mayor fue mi enojo con la gente el día lunes, cuando me desperté temprano únicamente para ver los noticieros y el in-situ de lo que estaba ocurriendo en las calles: todo se volvía un desparramo de amenazas. Muchas de ellas se han cumplido.
Sin embargo, en Quinta Normal se respiran aires de calma, por lo mismo, yo los respiro también. Si bien no hay más recorridos, éstos pasan y nos acercan a lugares desde los que nos podemos mover a todo Santiago. Tenemos buses para elegir: buses y micros como las diferencia mi sobrino de tres años, las grandes y verdes y las grises, respectivamente.
Mi experiencia con Transantiago se ha hecho totalmente satisfactoria, es más, podríamos aseverar que nos ha cambiado la vida (aunque suene exagerado). Ahora sí tenemos buses que pasan.
Creo que debemos acostumbrarnos y no dar pie atrás; si nos demoramos un poco, bueno ya saldrá mejor.
Por mi parte, ya he decidido como serán mis viajes a la universidad a partir de marzo. Sólo me queda un temor clandestino:
¿Cómo me iré, y de dónde para dónde, si mi práctica es en chuchuncucity?

febrero 21, 2007

Michelín

Este es uno de mis primeros cuentos, por lo menos de los conservados. Lo escribí cuando era una adolescente de jumper, loca y atrevida. Hoy recojo sus líneas y diálogo con ellas, en un diálogo en el que pesan las experiencias actuales y los ocho años que existen entre hoy y ellas.

MICHELÍN

Nunca supe de dónde ni cómo apareció, pero en unos cuantos flashes amarillos frente a mis ojos el cuerpo de un hombre increíblemente atractivo estaba de pie, justo, frente a mí. Distraída dentro de una fascinante pintura de Roberto Matta, "Eros de L'universe" (nombre que podríamos darle al extraño y perturbador visitante) me disponía a subir pronto al asiado bus amarillo (porque en ese entonces eran amarillos).
Como hace unas pocas semanas atrás, en ese tiempo Plaza Italia era una de las intersecciones más bulliciosas de la capital, sin embargo, sumergida en los amarillos ocre de la pintura había olvidado que me encontraba en esa calle transitada y contaminada de Santiago. El cuerpo del Eros capitalino, que imprudentemente se posó frente a mi, me tiró de golpe al suelo de la realidad y al rugir violento de los microbuses.
No debemos olvidar que en ese entonces yo era una adolescente loca y apasionada, una pingüina agrandada que soñaba con escribir las mejores historias, por lo que cualquier situación cotidiana se convertía rápidamente en tema de cuento.
Volviendo a la historia del Eros; éste, sin notar que vestía un negro jumper escolar, atrevidamente me miró a los ojos, verdes ojos atravesando mi mirada, sus ojos me recordaron el verde usado ilusamente por Matta. No atiné a nada más que a hundir mi inocente mirada, profanada e incomodada por esa descarada mirada, en la pintura intentando volver a navegar por el universo de color. Sin embargo, sentía el calor de sus ojos y el color de su cuerpo insistentemente sobre mí.
Y eso, sin duda, me desorbitaba.
Pasaron algunos minutos y muchos buses cuando volví a mirarlo escondida entre la gente que repletaba el incipiente paradero. Esta vez no perdí tiempo: lo miré de pies a cabeza. Con una mirada tocante recorrí cada rincón visible de su cuerpo. Su espalda ancha me insinuaba el cuerpo de alguien que alguna vez me hizo estremecer; sus brazos largos y aparentemente fuertes, dibujaron en mi mente intrusa la sensación de calor de unos brazos ajenos, sus largas piernas bajo su ropa oscura... Sin lugar a dudas era un cuerpo casi perfecto.
Sin embargo, debo aclarar por qué digo “casi perfecto”: el hombre llevaba puesto sobre su cuerpo un abrigo de cuero negro que dejaba a la vista sólo las líneas de su figura.
Creo que percibió la intensidad de mis ojos indagando en su cuerpo, convirtiéndose en personaje de cuento, porque rápidamente los buscó insertando su pupila en la mía. Noté su mirada misteriosa, la forma indescriptible de su nariz y, un poco incómoda, bajé la intensidad de mis ojos hacia el artículo de Matta.
En ese momento, la osada adolescente que yo me creía se quedó sólo en “o”, sólo en “oh no”.
Ahora sí ansiaba la llegada del microbús.
Mientras leía, sentí como su mirada curiosa recorría mi cuerpo. Cuántas ideas habrá gestado en su mente durante esos segundos, así como yo lo hice. Su mirada buscó las letras del artículo y, por qué no, mis manos creadoras, desconocidas para él.
Levanté la vista y vi, finalmente, el microbús que debía tomar. Por coincidencia o destino, él esperaba el mismo. Me pregunté: ¿Cuántos hombres atractivos que ves en la calle van en tu misma dirección? ¿Serán cinco? Quizás. Todo parecia genial, casi hecho para ser cuento, pero mis expectativas y las de él se vieron destruidas cuando el bus de amarillo intenso pasó por la parada sin intenciones de detenerse.
Continué leyendo y a los pocos minutos un nuevo bus del recorrido 236 se detuvo en el paradero de la Plaza Italia. Comenzamos a caminar casi juntos y nos subimos al bus. Él usó el absurdo cobrador automático que se alzaba majestuoso a pocos días de su triunfal estreno y afectando a los usuarios sin hacer distinciones de sexo ni edad y provocando más de algún histérico colapso del chofer (vaya, las coincidencias de la vida). El cuerpo del hombre se interpuso entre los brazos del cobrador y yo. Volvió a mirarme y avanzó por el pasillo hacia el final del bus. Me enfrenté, como siempre, a un bus lleno con los vidrios empapados de sudor y con rostros inmutables frente a todo. El único asiento libre estaba en la fila de los atrevidos obreros de la construcción y precisamente al lado del atractivo hombre. Avancé con seguridad y en pos de seducción, me senté a su lado (en ese entonces sí era atrevida, hoy ni loca).
A los pocos minutos de viaje la historia que parecía ser la del tipo “príncipe azul” (en micro), comenzó a revertirse. Como todos los comunes, todos los arribistas y como todos los “poseros” sacó su celular y lo dejó en sus manos, ¿Para qué? ¿Acaso lo estaban llamando? ¡No! Sólo lo hizo por “posero”.
De reojo miraba cada uno de sus movimientos, en uno de ellos su mano libre subió hasta su cara y comenzó, casi con todos sus dedos, a hurgar los rincones de su nariz, examinando luego el contenido extraído.
Con la misma cara de repugnancia que hoy uso, sólo seguí leyendo el artículo de Matta, porque el guapo hombre de la Plaza Italia ya no lo era tanto.
De pronto, bajo un estruendoso bocinazo, llegó a mis oídos susurro de su voz. Podría pensarse que su voz, como su cuerpo, estaba llena de sensualidad. Pero no, su voz era carraspeada y finísima, “me das permiso”, dijo, por tercera vez el cuerpo de ese hombre que me recordaba a alguien realmente sensual, se derrumbó. Se ubicó dos asientos más adelante cuando el bus se detuvo en una nueva parada.
Fue en ese momento cuando lo atractivo fue cambiado por lo grotesco, cuando la sensualidad se hizo obscena, cuando el príncipe azul se convirtió en la rana de los cuentos, esa que de ninguna manera me atrevería a besar y cuando su cuerpo, que parecía sensual, comenzó a causarme repulsión.
Se quitó su abrigo dejando a la vista, y para castigo del resto de los pasajeros, la camisa negra apretada que llevaba puesta. En otro no me hubiese sorprendido, pero en él me produjo espanto. Su cuerpo estaba lleno de grasa, sus brazos sí eran grandes, pero no porque su musculatura hubiera estado desarrollada, sino porque eran brazos como losde un luchador de sumo; eran brazos llenos de celulitis y su piel choreaba sudor grasoso. Al verlos sentí escalofríos.
¡Y eso no fue todo!.
Al ver su abdomen me di cuenta de que un enorme neumático salía de él y se movía como una gelatina húmeda. Traumático. Ahora ese hombre atractivo se había convertido en el hombre “Michelín” de la publicidad. Su abdomen servía como rueda de repuesto para el bus. Era una masa voluptuosamente grasosa.
Todo esto me recordaba la clase de literatura cuando hablábamos de la mezcla de lo bello y lo grotesco, la gran diferencia era que todo era grotesco, en ese cuerpo-grasa no quedaba nada bello. Ni siquiera sus ojos verdes, que en un momento me recordaron la pintura de Matta, porque ahora su color eran el reflejo de la personalidad “viejo verde” que miraba con morbosidad a todas las adolescentes con jumper. Su mirada me producía escalofríos de repulsión.
Los baches que el bus trataba de evadir producían un inevitable movimiento de las enormes masas de grasa de las que Michelín era dueño.
Los minutos siguientes los pasé evitando su mirada pervertida, que ahora parecía interesada en lo que yo estaba escribiendo. ¿Habrá sido clarividente y notó lo que pensaba de él? No creo, imagino que aun se creía el cuento de era un modelo “top” pero su cuerpo se asemejaba más al de un top-lero de cabaret de mala clase.
Michelín volvió a cubrir su cuerpo grasoso con el abrigo, se levantó, tocó el timbre del bus y se bajó. Desde la vereda su mirada volvió a atravesarme y, sin dudar, mi rostro expresó con una mirada la gran repulsión que él me provocaba. Afortunadamente el chofer aceleró bruscamente dejando atrás la mancha de grasa.
Inevitablemente comencé a reír, de mi y de cómo mi imaginación equívoca convirtió un cuerpo burdo en el cuerpo verdaderamente perfecto que alguna vez conocí.
Mirando hacia atrás, creo que hoy jamás hubiese mirado al joven Michelín como lo hice, creo que no hubiese encontrado nada atractivo en él. Tal vez el hecho de querer ser escritora a sangre me hacía buscar motivos literarios en todas partes. Bueno, por lo menos en ese tiempo tenía temas.
Es más, creo que hoy, ya sin jumper, no me atrevería a mirar tan atrevidamente a un hombre en la calle, como lo hice entonces.