noviembre 07, 2006

"Cuídate de mí maldito..."



Hace muchos, muchos años en un castillo no muy lejano, una princesa leía las suaves páginas de un libro de poemas. Los versos resonaban en su corazón, intuía que las historias que su nodriza le contaba no eran verdaderas. Esos versos cargaban las armas de la pasión,
la princesa reconocía sus propias palabras en los versos
de una mujer...
Hace varios años encontré un poema que reflejaba totalmente mis arrebatos de locura. De esos versos sólo podía recordar un par de líneas que repetía sin cesar cada vez que mi amante intentaba desviar los pasos unos cuantos metros más allá de la distancia prudente: “Cuídate de mí maldito, porque te amo”. Cuídate de mí, porque nunca he sido un ángel ni la princesita de los cuentos infantiles.

Así como tampoco él ha sido el príncipe azul.

Las mujeres que nos preceden, abuelas, mamás, tías solteronas, se encargan de contarnos, cuando niñas, el cuento de lo que deberíamos ser en el futuro, cuando dejemos de usar las trenzas y los vestiditos de princesa. Cuando las manchas de sangre nos delaten ante la jauría de hombres hambrientos. Una larga serie de cuentos se vuelven nuestros diez mandamientos, hasta convertirse muchas veces en los karmas que nos impiden ser lo queremos ser.
Uno de ellos, el príncipe azul. Crecimos con el cuento de las princesas de Disney, aquellas que tras una larga travesía de sufrimientos propugnados por madrastras horribles, por hermanastras envidiosas o amigas traicioneras tenían la ‘suerte’ (la de una en unos cuantos billones) de ser rescatadas. Envuelto en una nube de candoroso aire aparecería EL, el príncipe que nos salvaba de las pesadillas más terribles que nos podemos imaginar. El príncipe que haría de nuestras vidas un eterno vals, el príncipe que nos daría por hogar un palacio, que nos llevaría a recorrer los montes galopando en su corcel blanco. El príncipe que ni siquiera se atrevió a tocar los pechos de la doncella para no enturbiar lo que fue ese beso mágico, ese beso inocente en los labios carmesí de la princesa.
Así, pasamos largos años de nuestra vida soñando con que ‘todas íbamos a ser reinas’, pero tal como afirma el poema de Gabriela Mistral “ninguna ha sido reina ni en Arauco ni en Copán...”. Descubrimos entre penas infantiles y adolescentes que los cuentos habían sido inventados para que las niñas se mantuvieran dentro del orden casto, puras y angelicales, esperando (y probablemente, hasta la eternidad) al príncipe encantado galopando en su blanco corcel.
Más temprano que tarde nos dimos cuenta que nunca aparecería aquello que soñábamos y a lo que, en cierta medida, habíamos sido condenadas a esperar: el príncipe azul.
Esperar, esperar, esperar. Con los labios sellados, con los ojos cerrados, con la mente fría ante cualquier atisbo de cálida atmósfera.
Y cuando vimos que el ‘príncipe’ que se acercaba no tenía corcel, sino una bicicleta destartalada con los fierros medio retorcidos por lo vieja, cerramos los ojos, para volver a despertar, esperando que con el beso lengüeteado que nos dio, descubriéramos ahora sí al verdadero príncipe azul. Oye…qué pasó. Publicidad engañosa. No había corcel, no había príncipe encantado. Más bien, era como el sapo al que tuvimos que descubrir tras largos, largos besos.
Bueno, no era corcel, pero los paseos por los parques en bici han sido mucho más atrevidos que un galopeo pausado arriba del caballo.
Y tampoco me hice princesa. Es más, las princesas se quedaron para vestir santos. Realmente ¿quién podría esperar al príncipe azul? Finalmente, sin cuentos, sin reinos, sin castillos, sin corceles nos descubrimos: un hombre, una mujer.
(Y mírame. Y cuídate. Cuida que tus pasos estén a mi lado porque de la noche a la mañana puedo ser la mala de los cuentos y ya no verás nunca más a tu princesa.)
Porque “Como ves o como no ves estoy pendiente de ti. Estoy el colmo de ti.”

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