febrero 21, 2007

Michelín

Este es uno de mis primeros cuentos, por lo menos de los conservados. Lo escribí cuando era una adolescente de jumper, loca y atrevida. Hoy recojo sus líneas y diálogo con ellas, en un diálogo en el que pesan las experiencias actuales y los ocho años que existen entre hoy y ellas.

MICHELÍN

Nunca supe de dónde ni cómo apareció, pero en unos cuantos flashes amarillos frente a mis ojos el cuerpo de un hombre increíblemente atractivo estaba de pie, justo, frente a mí. Distraída dentro de una fascinante pintura de Roberto Matta, "Eros de L'universe" (nombre que podríamos darle al extraño y perturbador visitante) me disponía a subir pronto al asiado bus amarillo (porque en ese entonces eran amarillos).
Como hace unas pocas semanas atrás, en ese tiempo Plaza Italia era una de las intersecciones más bulliciosas de la capital, sin embargo, sumergida en los amarillos ocre de la pintura había olvidado que me encontraba en esa calle transitada y contaminada de Santiago. El cuerpo del Eros capitalino, que imprudentemente se posó frente a mi, me tiró de golpe al suelo de la realidad y al rugir violento de los microbuses.
No debemos olvidar que en ese entonces yo era una adolescente loca y apasionada, una pingüina agrandada que soñaba con escribir las mejores historias, por lo que cualquier situación cotidiana se convertía rápidamente en tema de cuento.
Volviendo a la historia del Eros; éste, sin notar que vestía un negro jumper escolar, atrevidamente me miró a los ojos, verdes ojos atravesando mi mirada, sus ojos me recordaron el verde usado ilusamente por Matta. No atiné a nada más que a hundir mi inocente mirada, profanada e incomodada por esa descarada mirada, en la pintura intentando volver a navegar por el universo de color. Sin embargo, sentía el calor de sus ojos y el color de su cuerpo insistentemente sobre mí.
Y eso, sin duda, me desorbitaba.
Pasaron algunos minutos y muchos buses cuando volví a mirarlo escondida entre la gente que repletaba el incipiente paradero. Esta vez no perdí tiempo: lo miré de pies a cabeza. Con una mirada tocante recorrí cada rincón visible de su cuerpo. Su espalda ancha me insinuaba el cuerpo de alguien que alguna vez me hizo estremecer; sus brazos largos y aparentemente fuertes, dibujaron en mi mente intrusa la sensación de calor de unos brazos ajenos, sus largas piernas bajo su ropa oscura... Sin lugar a dudas era un cuerpo casi perfecto.
Sin embargo, debo aclarar por qué digo “casi perfecto”: el hombre llevaba puesto sobre su cuerpo un abrigo de cuero negro que dejaba a la vista sólo las líneas de su figura.
Creo que percibió la intensidad de mis ojos indagando en su cuerpo, convirtiéndose en personaje de cuento, porque rápidamente los buscó insertando su pupila en la mía. Noté su mirada misteriosa, la forma indescriptible de su nariz y, un poco incómoda, bajé la intensidad de mis ojos hacia el artículo de Matta.
En ese momento, la osada adolescente que yo me creía se quedó sólo en “o”, sólo en “oh no”.
Ahora sí ansiaba la llegada del microbús.
Mientras leía, sentí como su mirada curiosa recorría mi cuerpo. Cuántas ideas habrá gestado en su mente durante esos segundos, así como yo lo hice. Su mirada buscó las letras del artículo y, por qué no, mis manos creadoras, desconocidas para él.
Levanté la vista y vi, finalmente, el microbús que debía tomar. Por coincidencia o destino, él esperaba el mismo. Me pregunté: ¿Cuántos hombres atractivos que ves en la calle van en tu misma dirección? ¿Serán cinco? Quizás. Todo parecia genial, casi hecho para ser cuento, pero mis expectativas y las de él se vieron destruidas cuando el bus de amarillo intenso pasó por la parada sin intenciones de detenerse.
Continué leyendo y a los pocos minutos un nuevo bus del recorrido 236 se detuvo en el paradero de la Plaza Italia. Comenzamos a caminar casi juntos y nos subimos al bus. Él usó el absurdo cobrador automático que se alzaba majestuoso a pocos días de su triunfal estreno y afectando a los usuarios sin hacer distinciones de sexo ni edad y provocando más de algún histérico colapso del chofer (vaya, las coincidencias de la vida). El cuerpo del hombre se interpuso entre los brazos del cobrador y yo. Volvió a mirarme y avanzó por el pasillo hacia el final del bus. Me enfrenté, como siempre, a un bus lleno con los vidrios empapados de sudor y con rostros inmutables frente a todo. El único asiento libre estaba en la fila de los atrevidos obreros de la construcción y precisamente al lado del atractivo hombre. Avancé con seguridad y en pos de seducción, me senté a su lado (en ese entonces sí era atrevida, hoy ni loca).
A los pocos minutos de viaje la historia que parecía ser la del tipo “príncipe azul” (en micro), comenzó a revertirse. Como todos los comunes, todos los arribistas y como todos los “poseros” sacó su celular y lo dejó en sus manos, ¿Para qué? ¿Acaso lo estaban llamando? ¡No! Sólo lo hizo por “posero”.
De reojo miraba cada uno de sus movimientos, en uno de ellos su mano libre subió hasta su cara y comenzó, casi con todos sus dedos, a hurgar los rincones de su nariz, examinando luego el contenido extraído.
Con la misma cara de repugnancia que hoy uso, sólo seguí leyendo el artículo de Matta, porque el guapo hombre de la Plaza Italia ya no lo era tanto.
De pronto, bajo un estruendoso bocinazo, llegó a mis oídos susurro de su voz. Podría pensarse que su voz, como su cuerpo, estaba llena de sensualidad. Pero no, su voz era carraspeada y finísima, “me das permiso”, dijo, por tercera vez el cuerpo de ese hombre que me recordaba a alguien realmente sensual, se derrumbó. Se ubicó dos asientos más adelante cuando el bus se detuvo en una nueva parada.
Fue en ese momento cuando lo atractivo fue cambiado por lo grotesco, cuando la sensualidad se hizo obscena, cuando el príncipe azul se convirtió en la rana de los cuentos, esa que de ninguna manera me atrevería a besar y cuando su cuerpo, que parecía sensual, comenzó a causarme repulsión.
Se quitó su abrigo dejando a la vista, y para castigo del resto de los pasajeros, la camisa negra apretada que llevaba puesta. En otro no me hubiese sorprendido, pero en él me produjo espanto. Su cuerpo estaba lleno de grasa, sus brazos sí eran grandes, pero no porque su musculatura hubiera estado desarrollada, sino porque eran brazos como losde un luchador de sumo; eran brazos llenos de celulitis y su piel choreaba sudor grasoso. Al verlos sentí escalofríos.
¡Y eso no fue todo!.
Al ver su abdomen me di cuenta de que un enorme neumático salía de él y se movía como una gelatina húmeda. Traumático. Ahora ese hombre atractivo se había convertido en el hombre “Michelín” de la publicidad. Su abdomen servía como rueda de repuesto para el bus. Era una masa voluptuosamente grasosa.
Todo esto me recordaba la clase de literatura cuando hablábamos de la mezcla de lo bello y lo grotesco, la gran diferencia era que todo era grotesco, en ese cuerpo-grasa no quedaba nada bello. Ni siquiera sus ojos verdes, que en un momento me recordaron la pintura de Matta, porque ahora su color eran el reflejo de la personalidad “viejo verde” que miraba con morbosidad a todas las adolescentes con jumper. Su mirada me producía escalofríos de repulsión.
Los baches que el bus trataba de evadir producían un inevitable movimiento de las enormes masas de grasa de las que Michelín era dueño.
Los minutos siguientes los pasé evitando su mirada pervertida, que ahora parecía interesada en lo que yo estaba escribiendo. ¿Habrá sido clarividente y notó lo que pensaba de él? No creo, imagino que aun se creía el cuento de era un modelo “top” pero su cuerpo se asemejaba más al de un top-lero de cabaret de mala clase.
Michelín volvió a cubrir su cuerpo grasoso con el abrigo, se levantó, tocó el timbre del bus y se bajó. Desde la vereda su mirada volvió a atravesarme y, sin dudar, mi rostro expresó con una mirada la gran repulsión que él me provocaba. Afortunadamente el chofer aceleró bruscamente dejando atrás la mancha de grasa.
Inevitablemente comencé a reír, de mi y de cómo mi imaginación equívoca convirtió un cuerpo burdo en el cuerpo verdaderamente perfecto que alguna vez conocí.
Mirando hacia atrás, creo que hoy jamás hubiese mirado al joven Michelín como lo hice, creo que no hubiese encontrado nada atractivo en él. Tal vez el hecho de querer ser escritora a sangre me hacía buscar motivos literarios en todas partes. Bueno, por lo menos en ese tiempo tenía temas.
Es más, creo que hoy, ya sin jumper, no me atrevería a mirar tan atrevidamente a un hombre en la calle, como lo hice entonces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Concuerdo con ló último que dices, de que la atracción que te produjo habría de ser de corte literario, y no carnal... producto de tu fantasía de adolescente, duplicada con el sueño de "ser escritora a sangre" como dices... quiza en verdad no querias ser escritora a sangre, sino a prietas (la sangre echa carne, y muy ricas por cierto)